dos sus libros y destruida en todo lugar su memoria. Al propio tiempo protegía sobremanera á los cristianos que ayudaban sus empresas, permitiéndoles edificar iglesia dentro de la ciudad de Marruecos, y concediéndoles otras muchas preeminencias, en disfavor todas ellas del Islam y en contra de los preceptos del Profeta. En un imperio levantado á la voz de la religión por los almoravides y almohades no podían pasar tales hechos sin ruido, y así fué que de una parte se rebeló contra Almamon su hermano Abu-Muza, fiel mahometano, en la ciudad de Ceuta; de otra, se alzó con las provincias de Yfriquia un cierto Abu-Mohammed-Ebn-Abi-Hafss, que las gobernaba, y en las de España fué aclamado como soberano independiente Mohammed-Ebn-Hud, también estos dos celosísimos creyentes y observadores de la ley alcoránica. Mirando la ruina que causó la conducta de Almamon, párase el ánimo sin acertar á explicar ni comprender sus móviles. Acaso un novelista sabría representarlo como encubierto cristiano, y por consecuencia jurado enemigo del Islam; y tal ficción parecería más verosímil con recordar que la mujer que con él compartía el lecho de ordinario era de familia cristiana. Aunque á la verdad, esto de amar á las mujeres cristianas fué tan común entre almorávides y almohades, que de ellos nacieron los más famosos de sus príncipes. De todas suertes, es indudable que Almamon trajo grandes desdichas al islamismo; aprovechóse de ellas el glorioso San Fernando para ejecutar sus maravillosas conquistas, ahuyentando de los reinos de Sevilla, Córdoba y Murcia el imperio muslímico, y considerándole de esta manera, no puede menos de recordarlo con regocijo nuestra historia.
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