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venir en que los dioses se han mostrado muy generosos con usted.

—¡Es usted muy amable!

—No le conozco a usted. No le he visto en mi vida. Lo del tranvía y lo del eclipse de luna ha sido un ardid.

—Un ardid, ¿para qué?

—Para convencerme de que las mujeres a quienes usted aborda y a veces conquista, porque algunas conquistará usted, no dejan rastro alguno en su corazón ni en su memoria. Para convencerme de que es usted un ridículo Don Juan callejero. ¡Adiós, señor mejicano! Siga usted entregado a sus meditaciones sobre los destinos de Méjico. ¡Y que su tontería le sea leve!

***

La joven se fué.

Yo permanecí un rato sentado; luego. me levanté y me encaminé a la salida del jardín. Pero, a los veinte o treinta pasos, vi, sentada en un banco, debajo de otro tilo, a una joven con sombrero negro.

Fingiendo de nuevo un gran cansancio, tomé asiento, o, por mejor decir, casi me desplomé junto a ella. Y hablé de esta manera:

—Hay gentes que no creen en las ciencias ocultas. En mi sentir, tienen razón. Usted me dirá que es innegable la existencia en la Naturaleza de fuerzas misteriosas; pero yo me permitiré objetarle...