—No del todo.
El joven cogió un pitillo de mi cigarrera, lo encendió y se explicó de esta guisa: —Usted me ha cerrado, por decirlo así, las puertas del Parnaso, me ha hecho renunciar a la carrera de poeta. Y ha contraído con ello cierta responsabilidad en lo que atañe a mi porvenir.
—Para aconsejarle a usted—objeté yo tímidamente—la carrera que ha de elegir, necesitaría conocerle un poco, saber de lo que es usted capaz.
— ¡De todo!
—Eso es demasiado, joven. Es más: eso es peligroso. Hay que ser capaz de algo concreto. ¿Cuál es su carrera predilecta?
—La literaria.
—Sí; pero...
—Si no puedo aspirar a ser un gran poeta o algo por el estilo, aceptaría...—Edipo Rey reflexionó un instante, aceptaría, por ejemplo, el empleo de secretario de esta revista.—Tenemos uno.
—No importa; se le despide.
—Pero con qué pretexto?
—¡No sea usted cándido! Es muy fácil echar a un secretario. Se le acusa de haber perdido un original importante, y asunto concluido.
La idea era genial.
—Lo pensaré—dije humildemente.