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Aventuras

que más bien sea alguna visita para la propietaria.


Sherlock Holmes se equivocaba en su conjetura, pues oímos unos pasos en el pasadizo, y un golpecito en la puerta. Holmes alargó el brazo para volver la luz de la lámpara, de su lado, al de la silla vacía en la que tenía que sentarse el recién venido.

—Adelantel—dijo.

El hombre que entró era joven, de unos veintidós años en apariencia, bien vestido y con algo de refinamiento y delicadeza en su aspecto.

El chorro que corría de su paraguas y el brillo de un largo impermeable decían lo suficiente acerca del temporal que había atravesado para llegar á la casa. Miró ansiosamente en derredor suyo á la luz de la lámpara, y yo pude ver que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de un hombre que tiene sobre sí el pe:

so de una gran angustia.

—Tengo que pedir perdón á ustedes.—dijo, acercándose á los ojos su pince—ney de oro. Desearía no ser un intruso. Temo haber traído á este cuarto tan abrigado algo de la tormenta de afuera.

—Déme usted su abrigo y su paraguas—le contestó Holmes.—Aquí, en este gancho, se secarán luego. Veo que viene usted del sudoeste.

—Sí, de Horsham.

Esa mezcla de greda y eso que veo en los zapatos de goma de usted, lo revelan.