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de Sherlock Holmes

entre la doble hilera de camas, conteniendo la respiración para no absorber las horribles aliogadoras emánaciones de la droga y mirando á un lado á otro en busca del gerente. Al pasar por junto al hombre alto que estaba sentado delante del brasero, senti un brusco tirón de mi levita y una voz que me decía muy quedo: «Pase usted y luego mireme.» Estas palabras llegaron con claridad á mi oído.

Miré hacia abajo: sólo podían venir de ese anciano, pero le vi sentado, inmóvil en la misma posición, absorto en su contemplación, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, una pipa de opio que caía de sus rodillas al suelo como si sus dedos la hubieran soltado en un aflojamiento in vencible. Avancé dos pasos y miré atrás. Tuve que acudir á toda mi fuerza de voluntad para no exhalar un grito de asombro.

El hombre había vuelto la espalda, de modo que nadie más que yo podía verle. Su cuerpo se había ensanchado, sus arrugas habían desaparecido, los apagados ojos habían recobrado su fulgor, y allí, sentado delante del fuego y divertido con mi sorpresa, estaba Sherlock Holmes en persona. Con un leve ademán me indicó que me le acercara, y en el instante, volviendo á medias la cara hacia la sala como antes, cayó nuevamente en su senilidad temblorosa y arrugada.

—¡Holmes!—exclamé en un murmullo.—¿Qué hace usted por el cielo! en este antro?

—Lo más quedo que pueda usted—me contes-