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de Sherlock Holmes

Supongo, Watson—dijo—que usted se imagina que he añadido el vicio del opio á las [inyecciones de cocaina y á todas las otras debilidades con que me ha favorecido usted en sus disertaciones médicas.


—La verdad es que me sorprendió encontrarle á usted allí.

—Pero no más que yo de verle á usted.

—Yo fui en busca de un amigo.

—Y yo en busca de un enemigo.

—De un enemigro?

—Sí, de uno de mis enemigos naturales ó, mejor dicho, de mis naturales presos. En resumen, Watson, estoy en una investigación muy notable, y tenía la esperanza de encontrar un dato en la incoherente charla de esos tontos, como ya me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en el fumadero, mi vida no habría valido la pena de ser comprada por una hora más, porque antes la he usado ya para mis fines, el láscar bribón que dirige el establecimiento había jurado vengarse de mí. En la parte posterior del edificio, cerca de la esquina del muelle Pablo, hay una puerta de escape que podría contar algunas extrañas historias de lo que ha pasado por ella en las noches sin lunay —Qué! Cadáveres, quiere usted decir?

—Sí, cadáveres, Watson. Seríamos ricos si tuviéramos mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es el más temible de los sitios dedicados á la embos-