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de Sherlock Holmes

ruido, en seguida daremos á nuestro hombre un aspecto más decente.

—Pues no sé por qué no lo haríamos —dijo el inspector.—¿No es cierto que un huésped as: es un descrédito para nuestras celdas?

Deslizó la llave en la cerradura, y los tres entramos muy quedo en la celda. El durmiente se volvió á medias, y en seguida tornó á sumirse en un profundo sueño. Holmes se acercó al jarro de agua, mojó su esponja, y en seguida frotó con ella vigorosamente por dos veces la cara del preso, de arriba abajo y de derecha á izquierda.

—Presento á ustedes—gritó—al señor Neville Saint Clair, de Lee, condado de Kent.

Nunca, en mi vida, había visto nada semejante. La cara del hombre se peló bajo la esponja como un árbol al que le hubieran arrancado la corteza. Desaparecido el color moreno sucio del cutis! ¡Desaparecidos, también, la horrible cicatriz que marcaba la cara de arriba abajo, y el torcido labio que le daba tan repulsiva expresión! Un tirón arrancó el enmarañado cabello rojo, y allí, sentado en la cama, quedaba un hombre de rostro pálido y triste, de aspecto refinado, de cabellos negros y cutis suave, frotándose los ojos y mirando en su derredor, asombrado y soñoliento. Pero luego, dándose cuenta de su posición, prorrumpió en un grito y se arrojó de cara contra la almohada.

—1Gran Dios!—exclamó el inspector.—Es él,