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de Sherlock Holmes

Sí, señor.

—0, mejor dicho, de ese ganso. Una sola era, me lo imagino, el ave por la cual se interesaba usted... blanco, con una faja negra á través de la colawww.

Ryder tembló de emoción.

—Oh, señor!—gritó.—¿Podría usted decirme adónde fué á parar?

—Vino aquí.

—Aquí?

—Sí, y resultó ser un ave por demás notable.

No me asombro de que se interesara usted por ella. Puso un huevo después de muerta; el huevecito azul más lindo, más brillante que he visto en mi vida. Lo tengo aquí en mi museo.

Nuestro visitante se paró de un salto y se agarró del mármol de la chimenea con la mano derecha.

Holmes abrió su cofre de hierro y sacó el carbunclo azul, que brilló como una estrella, con una irradiación fria, chispeante, repartida en varias prendas. Ryder se quedó parado, mirando la piedra, con el rostro desencajado, sin saber si reclamarla ó declarar que no la conocía.

—La farsa ha concluído, Ryder—dijo Holmes con calma. —Sosténgase usted, hombre, ó se cae usted en el fuego. Ayúdelo usted, Watson, á volver á su sillón. Se ve que no tiene suficiente sangre para soportar las consecuencias del crimen. Déle usted un trago de brandy. ¡Así! Aho-