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que me encabrité, lo cual le exasperó más, y me castigó fuertemente con el látigo. En aquel momento todo mi genio se rebeló contra él; empecé á cocear, á meter la cabeza y á recular, como nunca lo había hecho, entablándose entre ambos una verdadera lucha; por largo rato permaneció pegado á la silla, castigándome cruelmente con el látigo y con las espuelas, pero mi sangre estaba toda en efervescencia y nada me importaba del castigo, ni me ocupaba ya de otra cosa que de verme libre de aquel hombre. Por fin, después de una terrible lucha, logré despedirlo, y cayó de espaldas con todo su cuerpo. Oí el pesado golpe de la caída en la arena, y, sin volver la vista, galopé hasta el extremo de la pradera; allí me detuve, miré hacia atrás, y vi á mi verdugo levantarse con mucho trabajo y dirigirse á la caballeriza. Por largo rato estuve bajo un roble, observando, pero nadie vino á buscarme. Transcurrió el tiempo, y el calor era abrasador; las moscas zumbaban á mi alrededor y se posaban en mis ensangrentados ijares, donde las espuelas habían hecho una carnicería. Sentí hambre, pues no había comido desde por la mañana temprano, pero en aquel prado no había hierba ni para satisfacer á un ganso. Necesitaba acostarme y descansar, mas con las cinchas fuertemente apretadas, era imposible todo bienestar; sen-