de los bigotes; daban las gracias a Puck con una pausada inclinación de cabeza, y los más cercanos a él examinaban con gesto de asombro las lindas alas, semejantes a los de un hipsipilo.
Continuó:
—¡Oh, Tierra! ¡Oh, Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra.
Y luego, como si hablase en el placer de un sueño:
—¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes. Brillaban en los collares de las cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los rastacueros, en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas.
Y con pícara sonrisa siempre:
—Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga... Había una hermosa mujer dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.
Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!
—¡Eh, amigo Puck!
¡Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de hombre, o de sabio, que es peor!
—¡Vidrio!
—¡Maleficio!
—¡Ponzoña y cábala!