semidiós de las entrañas terrestres, pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos.
Pausa.
—¿Habéis comprendido?
Los gnomos, muy graves, se levantaron.
Examinaron más de cerca la piedra falsa, hechura del sabio.
—¡Mirad, no tiene facetas!
—Brilla pálidamente.
—¡Impostura!
—¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de arabesco, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho sangre; y decían:
—He aquí lo nuestro, ¡oh, madre tierra!
Aquello era una orgía de brillo y de color.
Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían.
De pronto, con toda la dignidad de un gnomo:
—¡Y bien! el desprecio.
Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los fragmentos—con desdén terrible—a un hoyo que abajo daba
a antiquísima selva carbonizada.