y bizarro, que húmedos de rocío sus cabellos de mármol, bañaba en luz su torso espléndido y desnudo. Vió un lirio que erguía al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano para cogerlo. No bien había...—Sí, un cuento de hadas, señoras mías, pero ya veréis sus aplicaciones en una querida realidad;—no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de súbito un hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos e impalpables, con su aderezo de rocío, su diadema de perlas y su varita de plata.
¿Creéis que Berta se amedrantó? Nada de eso. Batió palmas alegre, se reanimó como por encanto, y dijo al hada:—¿Tú eres la que me quieres tanto en sueños?—Sube—respondió el hada. Y como si Berta se hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que hubiera estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del hada iba por el viento, plácida y sonriendo al sol, Berta, la niña de los ojos de color de aceituna, fresca como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.
Cuando Berta, ya alto el divino cochero, subió a los salones por las gradas del jardín que imitaban esmaragdina, todos, la mamá, la prima,
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