de Inés, coqueto, ajustado, para mí siempre revelador.
¡Oh, Eros!
—Inés...
—¿...?
Y estábamos solos, a la luz de una luna argentina, dulce, ¡una bella luna de aquellas del país de Nicaragua!
La dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril y temeroso. Sí, se lo dije todo; las agitaciones sordas y extrañas que en mí experimentaba cerca de ella, el amor, el ansia, los tristes insomnios del deseo, mis ideas fijas en ella allá en mis meditaciones del colegio; y repetía como una oración sagrada la gran palabra: amor. ¡Oh, ella debía recibir gozosa mi adoración! Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...
Esperé.
La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban propicios para los fogosos amores. ¡Cabellos aúreos, ojos paradisíacos, labios encendidos y entreabiertos!
De repente, y con un mohín:
—¡Ve! la tontería...