barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella rubia—¡un verso de Gœth!—vestida con un traje gris, lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso.
XII
Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien
enamorar... Pasó, la ví como quien viera un alba, huyente, rápida,
implacable.
Era una estatua antigua como un alma que se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma.
Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vió como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la Naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, ví el vestido luminoso de la hada, la estrella de su diadema, y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y fatal, sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un
sueño azul.