LA MUERTE DE LA EMPERATRIZ
DE LA CHINA
D
elicada y fina como una joya humana, vivía aquella muchachita de carne rosada, en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapices de color azul desfalleciente. Era su estuche.
¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca roja? ¿Para quién cantaba su canción divina, cuando la señorita Primavera mostraba en el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría las flores del campo, y alborotaba la nidada? Suzette se llamaba la avecita que había puesto en jaula de seda, peluches y encajes, un soñador artista cazador, que la había cazado una mañana de Mayo en que había mucha luz en el aire y muchas rosas abiertas.
Recaredo—¡capricho paternal! ¡él no tenía la culpa de llamarse Recaredo!—se había casado hacía año y medio.—¿Me amas?—Te amo. ¿Y tú?—Con toda el alma.
Hermoso el día dorado, después de lo del cura. Habían ido luego al campo nuevo; a gozar li-