panzas de cucurbitáceos y ojos circunflejos, los monstruos de grandes bocas de batracios, abiertas y dentadas y diminutos soldados de Tartaria, con faces foscas.
—¡Oh—le decía Suzette:—aborrezco tu casa de brujo, ese terrible taller, arca extraña que te roba a mis caricias! Él sonreía, dejaba su lugar de labor, su templo de raras chucherías y corría al pequeño salón azul, a ver y mimar su gracioso dije vivo, y oir cantar y reir al loco mirlo jovial.
Aquella mañana, cuando entró, vió que estaba su dulce Suzette, soñolienta y tendida, cerca de un tazón de rosas que sostenía un trípode. ¿Era la Bella del bosque durmiente? Medio dormida, el delicado cuerpo modelado bajo una bata blanca, la cabellera castaña apelotonada sobre uno de los hombros, toda ella exhalando un suave olor femenino, era como una deliciosa figura de los amables cuentos que empiezan: «Este era un rey...»
La despertó:
—¡Suzette; mi bella!
Traía la cara alegre; le brillaban los ojos negros bajo su fez rojo de labor; llevaba una carta en la mano.
—Carta de Robert, Suzette. ¡El bribonazo está en China! «Hong Kong, 18 de Enero...»
Suzette, un tanto amodorrada, se había sentado y le había quitado el papel. ¡Conque aquel andariego había llegado tan lejos! «Hong Kon», 18
de