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Ruben Dario

plandor. ¡Princesa del divino imperio azul, quién besara tus labios luminosos!

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Recuerdo aquella negra noche ¡oh genio Desaliento! en que visitaste mi cuarto de trabajo para darme tortura, para dejarme casi desolado el pobre jardín de mi ilusión, donde me segaste tantos frescos ideales en flor. Tu voz me sonó a hierro y te escuché temblando, porque tu palabra era cortante y fría y caía como un hacha. Me hablaste del camino de la Gloria, donde hay que andar descalzo sobre cambroneras y abrojos; y desnudo, bajo una eterna granizada; y a obscuras, cerca de hondos abismos, llenos de sombra como la muerte. Me hablaste del vergel Amor, donde es casi imposible cortar una rosa sin morir, porque es rara la flor en que no anida un áspid. Y me dijiste de la terrible y muda esfinge de bronce que está a la entrada de la tumba. Y yo estaba espantado, porque la gloria me había atraído, con su hermosa palma en la mano, y el Amor me llenaba con su embriaguez, y la vida era para mí encantadora y alegre como la ven las flores y los pájaros. Y ya presa de mi desesperanza, esclavo tuyo, obscuro genio Desaliento, huí de mi triste lugar de labor—donde entre una corte de bardos antiguos y de poetas

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