mas, encubrían esa inmensidad incognoscible, o la explicaban y la daban a conocer a su modo. Hoy priva el empeño de que no haya ni metafísica ni religión. El abismo de lo incognoscible queda así descubierto y abierto, y nos atrae y nos da vértigo, y nos comunica el impulso, a veces irresistible, de arrojarnos en él.
La situación, no obstante, no es incómoda para la gente sensata de cierta ilustración y fuste. Prescinden de lo transcendente y de lo sobrenatural para no calentarse la cabeza ni perder el tiempo en balde. Esta inclinación les quita no pocas aprensiones y cierto miedo, aunque a veces les infunde otro miedo y sobresalto fastidiosos. ¿Cómo contener a la plebe, a los menesterosos, hambrientos e ignorantes, sin ese freno que ellos han desechado con tanto placer? Fuera de este miedo que experimentan algunos sensatos, en todo lo demás no ven sino motivo de satisfacción y parabienes.
Los insensatos, en cambio, no se aquietan con el goce del mundo, hermoseado por la industria e inventiva humanas, ni con lo que se sabe, ni con lo que se fabrica, y anhelan averiguar y gozar más.
El conjunto de los seres, el Universo, todo cuanto alcanza a percibir la vista y el oído, ha sido, como idea, coordinado metódicamente en una anaquelería o casillero para que se comprenda mejor; pero ni este orden científico, ni el