casi como don celeste o gracia divina, esa prenda de que se lean al revés y al derecho, resultando idéntico sentido.
La verdad del caso, considerado y ponderado todo con imparcial circunspección, es que tal modo retórico es ridículo cuando se toma por muletilla, o sirve de pauta para escribir; pero si es espontáneo, está muy bien: es el lenguaje propio de la pasión.
Figurémonos a una madre, joven, linda y apasionada, con un niño rubito y gordito y sonrosado, de dos años, que está en sus brazos. Mientras ella le brinca y él le sonríe, ella le dirá natural y sencillamente interminable lista de nombres, de objetos, algunos de ellos disparatados. Le llamará ángel, diablillo, mono, gatito, chuchumeco, corazón, alma, vida, hechizo, regalo, rey, príncipe y mil cosas más. Y todo estará bien, y nos parecerá encantador, sea el que sea el orden en que se ponga. Pues lo mismo puede ser toda composición, en prosa o en verso, por el estilo con tal que no sea buscado ni frecuente este modo de componer.
El modelo más egregio del género, el ejemplar arquetipo, es la letanía. La virgen es puerta del cielo, estrella de la mañana, torre de David, arca de la alianza, casa de oro, y mil cosas más en el orden que se nos antoje decirlas.
La canción del oro es así: es una letanía, sólo que es infernal en vez de ser célica. Es por el