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alumbrados por los descoloridos fulgores de la luna, ocul- tada, á veces, entre un manto de nubes que se desgarra- ban, condensaban y evaporizaban al impulso de los alisios. Y asi seguían, seguian silenciosos, hasta que el aventurero, como si hubiera hecho ya el último esfuerzo, se detuvo vacilante.

— ¡No puedo más! —exclamó, y cayó de nuevo desvane- cido.

Iponá volvió á él; se recostó á su lado; lo acarició con dulces palabras, é inclinó la cabeza en su pecho, cantu- rreando bajo la canción de las madres charruas hasta que fué apagándose su voz poco .. á poco .. Ambos dormían y asi transcurrieron las horas de aquella noche, hasta que, al despertar bruscamente, se vieron, con asombro, rodea- dos por varios que, riendo y hablando brutalmente, les intimaban quese dieran presos, amenazándolos«con armas de chispa y blancas.»