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—Si - replicó Bruno Páez, sonriendo irónicamente; — pero eso será salir del fuego para caer en las brasas. En Maldonado las autoridades nos tomarán y averiguando que hemos pertenecido á la sanguinaria banda de Palo- mino. .
—Alli la tribu de los charruas tiene una embarcación velera. Bastará que yo me presente para que los que la guardan me la entreguen. En esa embarcación costeare- mos, hasta llegar á las grandes minas de pepitas doradas que yo conozco... ¿Os conviene?
—Vida perra por vida perra—contestó Francisco Cul- tivanos, es preferible la que nos propone Ipond, ¿ver- dad?
—Si, porque después que lienemos con ese rico metal la embarcación—añadió Bruno Páez, con ojos de codicia, —podremos mareharnos en ella á tierra extraña.
—¿Abandonando á nuestras familias? —replicó José Leche, en tono de protesta.
—Peor seria que nuestras familias nos vieran col- gados de la horca —contestó aquél, con alguna impa- ciencia.
—No hay más que hablar—dijo Francisco Cultivanos.
—Pero - dijo la india, señalando al joven, el que ya con el gesto aprobaba sus planes,—con la condición de que todos obedeceremos al «caray» (1).
Los cuatro quedaron sospensos al oir esa proposición. ¿Quién era aquel desconocido á quien habian de obe- decer?
—Eso—refunfuñó Bruno Páez, con la insinuación de los otros—será si lo merece.
—¿Y te crees— exclamó la india con soberbia expresión de orgullo—que no lo merece el que, con su sola. presen- cia, ha dominado á Iponá?
Y fué entonces que los cuatro fijaron su atención dete- nida y escudriñadora en el joven, y avezados á reconocer
(1) Jefe supremo.