—¿Se animan?— les preguntó:
—No hay inconveniente-contestaron don Bernabé y su señora.
—Pues en marcha— y llamando al mayordomo le orde, nó que preparasen el carruaje, la correspondiente tropilla y los peones de confianza necesarios.
Media hora después se hallaban en viaje.
La noche estaba espléndida y Felicitas, sugestionada por aquella soledad de mágicos misterios, sintió impulsos de cantarla y lo hizo, con su voz dulce y afinada, porque la bella viudita tenía afición por la música y tocaba el piano y aun la guitarra «discretamente».
Cuántas veces, en sus mismas estancias, improvisaba conciertos con las visitas de confianza que frecuentemente iban allí cuando sabían que ella estaba.
Y asi marchaban, cuando, repentina é inesperadamente, encapotóse la luna por negros nubarrones y se desarrolló imponente tormenta pampera. La obscuridad más profunda envolvió á los viajeros y la lluvia caía á torrentes, mientras seguia la marcha «chapoteadora» del vehiculo y la tropilla.
De pronto Felicitas le dice al postillón, que iba al lado del carruaje:
—Este no es el camino de la estancia.
—Sí, señora— le contestó aquél; —tengo la seguridad...
—No, te digo— le replicó ella con voz de mando —Que acerquen el carruaje— añadió, señalando, con el fulgor del relámpago —á aquellos árboles y mientras pasa la tormenta que lo «rastreen.»
Efectivamente, la peonada, aunque conocedora de aquellos caminos, habla equivocado la senda y quién sabe adónde hubiesen ido á parar si no hubiera sido la acertada observación de la joven.
Pocos momentos después preguntó en voz alta:
—¿Dónde estamos?
—En mi estancia y la suya, señora, que espero quiera honrarla mientras pasa la tormenta— contestó la voz de un