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—Que hay riñas - repuso Azcuénaga, impasible y como si nose diera cuenta del efecto de su broma,—que los hombres, por valientes que sean, soportan con placer cuando se encuentran ciegamente enamorados. ¡Es tan linda «la Estrella del Norte!»

—Vamos, ¿te quedas? --le dijo Marcet, mientras seguia ando las cartas. —¿Qué tiene de particular? Yo también soy casado y no de tanto tiempo, y sin embargo... ¡Pues no faltaba más! La mujer en la casa y el hombre...

—¿En la caile? ¡Justo! —afirmó Azcuénaga, riendo.

—Pero si nos ha dicho que no tiene propósito de que- darse...—afirmó Arriaga.

—¡Claro!—agregó Azcuénaga, afirmando también con el gesto, —y seria contrariarlo...

—¡Pues me quedo y tallo! —exclamó Alzaga, midién- dolo nuevamente con la mirada y como impelido por reso- lución extrema.

—¡Bravo; asi me gustan los hombres! —Je dijo Marcet, aplaudiendo como Azcuénaga y Arriaga.

Los hermanos Alvarez, que alli continuaban mudos espectadores, observaban, sin atreverse á meter baza en el juego de las palabras de los que, para ellos, eran unos señorones...

Alzaga tomó asiento y, dominando tal vez la contra- riedad que experimentaria, arrojó á su lado un montón de onzas que sacó de sus bolsillos, agarró la baraja que Mar- cet le cediera y ya iba á tallar, cuando:

—Con permiso—le dijo Azcuénaga en tono cariñoso.

—¿Para qué?—le preguntó Alzaga volviéndo á fruncir el ceño.

—En primer lugar, para pedirte disculpa por si he sido demasiado «chichón,» y en segundo—añadió, dirigiéndose á los demás, —porque debemos celebrar de alguna manera el sacrificio que por nosotros hace nuestro amigo. Propon- go su consagración con un bol de Jamaica.

—¡Aprobado!—exclamaron Arriaga y Marcet, mientras los hermanos Alvarez seguian mudos espectadores: don Angel, mohino cuando oyó aquello del ponche; don Fran-