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peluca sobre las consecuencias de aquel desliz, que ponia en peligro su reputación y prestigio de negociante serio; pero, qué si quieres: ¡Francisco debia dormir á pierna suelta, recuperando las fuerzas perdidas en alguna bo- rrasca escandalosa!

Y viendo que no le abría, retiróse de alli murmuran- do pestes y prometiéndose á si mismo volver á la noche para... ¡Si aquello no podía quedar asi! ¡No faltaba más!

Y volvió, si, señor, volvió con un meditado discurso (á los que era muy aficionado), sobre las malas compañias y el olvido de los deberes morales.

La tienda ya estaba abierta, y á la luz de un quinqué «al aceite,» colgado del techo, se veia á don Francisco, el que, como si tal cosa hubiera ocurrido, conversaba con el teniente coronel Argerich, su amigo y agente de negocios, y no era cosa de largarle la andanada delante de él.

¿Y por qué no?

El teniente coronel era de confianza y un caballero á carta cabal.

Y ya iba á empezar su perorata, cuando... apareció la simpática figura de don Juan Pablo Arriaga, que iba á in- vitar á don Francisco para cenar en casa de Marcet.

Y mientras que con su carácter franco y bromista, em- pezó á discurrir sobre los lances de la noche anterior, de lo que rieron don Francisco y el mismo Argerich, don An- gel se mordía la lengua y refunfuñaba por no poder des- ahogarse de su colosal entripado.

—Conque — dijo Arriaga á don Francisco — ¿acepta usted?

—¿Y cómo no?—replicó éste.

—Le prevengo que también está invitado nuestro ami- go y su tocayo, que ha prometido venir.

—¿Conque también irá el señor Alzaga? Pues acepto, acepto de mil amores—contestó don Francisco con toda satisfacción.

—En cuanto á ustedes, señores, si quieren acompa- ñarnos...