Antes de dirigirse á la tienda de Alvarez tomaron sus medidas de precaución.
Todo les favorecía: nadie transitaba por alli,
Llegaron á la tienda.
Abrió Marcet, y entraron volviendo á cerrar.
En ese momento se ola la voz del centinela de la cárcel que estaba á pocos pasos, ahi, en los bajos del Cabildo: «¡Centinela, alerta!»
Y otro centinela: «¡Alerta está!»
No podia pedirse mayor ironia, porque allí, frente mis- mo á los guardianes de la justicia, era donde más seguros se consideraban los malvados.
Encendieron luces: si alguien llegaba á notar el res- plandor desde fuera, creeria que era el mismo Alvarez quien lo hacia.
Nada más natural: se retiraba tan tarde aquel «tipo...»
Subieron al entresuelo.
Marcet dirigió la mirada interrogadora á todas partes: sobre la cama estaba aún la ropa que el infeliz Alvarez se mudara esa noche cuando, lleno de satisfacción, iba á comprar el instrumento que tanto anhelara obtener.
Marcet empezó en seguida un prolijo examen.
—¡Alli, allil—dijo Arriaga, señalando el cajón de la mesa y el baúl.
Procedieron los tres al registro de aquellos muebles.
En ellos habia una cantidad enorme de letras de cam- bio, á largos y pequeños plazos, firmadas por respetables comerciantes y otros que no lo eran, pero de gran respon- sabilidad...
¿De qué podia serviries aquellas letras?
¡Maldición! ¡Tanto dinero reunido, pero inútil!
Siguió el detenido examen. Allá, en el fondo del cajón, aparecieron billetes de Banco, muchos billetes de Banco, y en el baúl montones de onzas..., ¡muchas onzas!
Contaron: ¡había, en total, ochenta mil pesos!
Decidieron repartirse alli mismo aquella suma y recién, cuando concluyeron de hacerlo, notaron que tenian las manos y los trajes manchados de lodo y sangre,