y crueldad. Hízome aproximar, me miró por algún tiempo en silencio y, al fin, me dijo con risa amarga y sarcástica, parecida a los aullidos de una hiena:
—Yo soy Biassou.
Aguardaba tal nombre, pero no pude oírle en boca semejante y en medio de aquella feroz carcajada sin temblar interiormente. Mi rostro, empero, se mantuvo sereno y orgulloso, y ni me digné contestarle.
—¿Qué es eso?—repuso en francés menos que mediano—. ¿Te han empalado ya de modo que no puedes doblar el espinazo y hacer una cortesía en presencia de Juan Biassou, generalísimo del país conquistado y mariscal de campo de los Reales Ejércitos de Su Majestad Católica?—La táctica de los principales caudillos rebeldes consistía en dar a entender que obraban a favor, ya del Rey de Francia, ya de la revolución o ya del Rey de España—.
Crucé los brazos en el pecho y le miré cara a cara con resolución. El volvió a su risa sarcástica, que parece lo tenía por resabio.
—¡Hola, hola! Me pareces hombre de buen ánimo. Pues bien, escúchame lo que voy a decirte: ¿Eres criollo?
—No—le repliqué—, soy francés.
Mi firmeza le hizo arquear el entrecejo, y me respondió con su risa acostumbrada:
—Tanto mejor. Veo por el uniforme que eres oficial. ¿Qué edad tienes?