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El negro, rascándose la cabeza, abrió y volvió a cerrar repetidas veces los labios, y dejó al cabo salir estas palabras confusas:

—No entiendo, mi general.

El semblante de Biassou cobró de súbito el aspecto de indignación e ira.

—¿Cómo es eso—exclamó—, tunante desvergonzado? ¿Tienes el atrevimiento de querer ascender a oficial y no sabes latín?

—Pero, mi general...—tartamudeó el negro, trémulo todo y confuso.

—Cállate—replicó Biassou, cuyos ímpetus de cólera aparentaban ir en aumento—. No sé por qué no te mando fusilar ahora mismo en justo castigo de tu presunción. ¿Qué te parece, Rigaud, de este donoso oficial, que ni siquiera sabe latín? Escúchame, menguado; ya que no comprendes lo que está escrito en esa bandera, voy a darte la explicación: In exitu, ningún soldado; Israel, como no sepa latín; de Ægypto, puede llegar a oficial. ¿No es así, señor capellán?

El obí hizo un gesto afirmativo, y Biassou continuó:

—Ese hermano, a quien acabo de nombrar verdugo del ejército y de quien abrigas tantos celos, sabe el latín de corrido—entonces se volvió hacia el recién acuñado verdugo—. Dinos, amigo, si no es esto exacto. Para probarle a ese burro que sabes más que él, tradúcele lo que quiere decir Dominus vobiscum.

El desgraciado, saliendo al sonido de aquella