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tiempo habría durado, cuando me arrancó de repente de él el eco de una voz varonil, que cantaba en acento claro y distinto, pero aún lejano: “Yo, que soy contrabandista.” Abrí los ojos, estremecido; pero todo estaba a obscuras, durmiendo los negros y el fuego moribundo. Nada más oí, y pensando que fuese una ilusión del sueño, mis pesados párpados volvieron a cerrarse. Volvílos a abrir con precipitación, porque la voz había empezado de nuevo a resonar, cantando con tristeza, y ya más de cerca, esta copla de un romance español:

En los campos de Ocaña
prisionero caí;
llévanme a Cotadilla,
¡desdichado que fuí!

Ahora ya no cabía sueño: ¡era la voz de Pierrot! Un momento después volvió a alzarse entre el silencio de las tinieblas, y repitió a mis oídos la conocida canción: “Yo, que soy contrabandista”. Un perro corrió alegre y juguetón a echarse a mis pies, y este perro era Rask. Levanté los ojos. Un negro se veía delante de mí, mientras la luz de la hoguera arrojaba al lado del perro su sombra colosal, y este negro era Pierrot. El ímpetu de venganza me arrebató, y la sorpresa me tenía inmóvil y mudo. ¿Velaba por ventura? ¿Se aparecían los muertos? Esto no era ya un sueño, sino una aparición. Aparté horrorizado la vista, y a este ademán dejó él caer la cabeza sobre el pecho.

—Hermano—susurró en voz baja—, me habías prometido no dudar jamás de mí cuando me oye-