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—Leo en tus ojos el odio como en algún tiempo pudiste tú leerlo en los míos. Sé que has padecido muchos infortunios: te han muerto a tu tío, han incendiado tus campos, degollado a tus amigos, saqueado tu morada, devastado tus haciendas; pero no he sido yo, sino los míos. Escúchame: cierto día te dije que los tuyos me habían causado muchos males, y me respondiste que tú no eras; ¿qué hice yo entonces?

Se le despejó el semblante, aguardando que me arrojase en sus brazos; yo le miré con ferocidad.

—Niegas tu parte en cuanto los tuyos han hecho—díjele enfurecido—, y no mientas lo que tú propio hiciste en mi contra.

—¿Qué?—me preguntó.

Me acerqué a él con violencia, y mi voz, al hablarle, retumbó cual un trueno:

—¿Dónde está María? ¿Qué has hecho de María?

A este nombre cruzó una nube por su frente, y pareció un momento como desconcertado. Al cabo, rompiendo el silencio, me respondió:

—¡María! ¡Sí, tienes razón!... Pero hay demasiados oídos que nos escuchen.

Su turbación, y tales palabras como tienes razón, encendieron un infierno de celos en mi ánimo, e imaginéme que eludía mis preguntas. En aquel instante me miró con semblante de franqueza, y dijo con emoción profunda:

—No sospeches de mí, te lo suplico, y en otro