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Biassou, que estaba escuchando con ademán sombrío de respeto, dejó escapársele una exclamación de sorpresa. En este instante entró Rigaud, hizo a Pierrot una profunda reverencia y se puso a hablarle en secreto al generalísimo, cuando a la par se oía gran estrépito por el campamento. Pierrot continuó hablando así:

—... Sí, Juan Francisco, cuyo único defecto es un lujo funesto, y la ridícula pompa de aquella carroza con seis caballos en que va todos los días desde su campamento a oír la misa que le dice el cura de Río Grande; Juan Francisco ha castigado los furores de Jeannot. A pesar de las cobardes súplicas del forajido, y aunque a los últimos momentos se abrazó con tanto terror al cura de la Marmelade, encargado de exhortarle a bien morir, que fué preciso arrancarle de por fuerza, al fin ayer quedó fusilado el monstruo bajo el mismo árbol, lleno de garfios de hierro, de donde colgaba a sus víctimas vivas. Biassou, medita en este ejemplo. ¿A qué fin esas matanzas, que obligan a los blancos a mostrarse feroces? ¿A qué valerse de artificios para excitar aún más el furor de nuestros desgraciados compañeros, ya de por sí exasperados en demasía? Hay en Trou-Coffi un charlatán mulato, a quien apellidan Romana la Profetisa, que anda fanatizando un tropel de negros, profanando sacrílegamente la Santa Misa y haciéndoles creer que está en relaciones con la divina Virgen, que le comunica sus oráculos cuando introduce la cabeza en el santuario. Así incita