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montaña, como él no había vuelto—lo que, dicho sea con licencia, caballeros, nadie lo extrañaba—, se disparó el cañonazo de señal y me encargaron a mí que llevase los diez negros al sitio señalado para el suplicio, que se llamaba la Boca Grande del Diablo, a distancia del campamento como de... en fin, ¿qué hace al caso? Cuando llegamos allí, claro está que no era para darles suelta; con que los mandé atar, y estaba arreglando el piquete, cuando vean ustedes aquí que me encuentro con el negrazo saliendo del bosque. Me quedé pasmado, y él, acercándose sin aliento, me dijo: “Buenos días, Tadeo; a tiempo llego.” No, señores; no dijo nada de eso, sino que corrió a desatar a sus compatriotas. Yo allí me estaba, atónito, sin saber qué hacer ni qué decir. Entonces empezó una lucha de generosidad entre él y los negros, ¡que ojalá hubiera durado un poco más! No importa; sí, yo tengo la culpa de que concluyera tan pronto. Luego se puso él en lugar de los negros, y en aquel momento llegó su perrazo, ¡pobre Rask!, y se me abalanzó al pescuezo; ¿por qué no se aguantaría un poco más, mi capitán? Pero Pierrot hizo una seña y el pobre perro soltó presa, aunque Bug-Jargal no pudo impedir que se fuera a echar a sus pies. Entonces, mi capitán, yo le creía a usted muerto... y estaba furioso... y mandé...

El sargento alargó el brazo, miró al capitán y no supo proferir la fatal palabra.

—Cayó Bug-Jargal y una bala le quebró la pata al perro... Desde entonces acá, caballeros—y