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entrar, trayendo en las manos algunos plátanos y un enorme coco, y, cerrando en seguida la abertura, se puso a comerlos. Conversando con él, noté que hablaba con soltura el francés y el español, y que su ingenio no parecía desprovisto de cultura; entre otras cosas, sabía algunas canciones españolas, que cantaba con suma expresión. Este hombre era tan inexplicable bajo otros mil conceptos, que hasta ahora no me había chocado la pureza de su lenguaje; pero cuando traté de investigar la causa, permaneció callado. Al fin nos separamos, dejando yo orden dada a mi fiel Tadeo para que tuviera con él todos los miramientos y atenciones posibles.

XIII

Todos los días regresaba a verle a la misma hora; pero su causa me inspiraba grandes temores, pues, a pesar de todos nuestros ruegos, mi tío se obstinaba en acusarle. No le oculté mis inquietudes a Pierrot, pero él me escuchaba siempre con indiferencia.

A menudo entraba Rask mientras estábamos juntos, llevando por collar una gran hoja de palma. El negro se la desataba, leía los caracteres desconocidos que venían allí grabados y la rompía en seguida. En cuanto a mí, estaba ya enseñado por la experiencia a no hacerle preguntas ociosas.

Un día que entré sin que, al parecer, hiciese alto en mí, estaba vuelto de espaldas hacia la