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cer es que nos embarquemos todos en el Leopardo, que está en la bahía.

—Que se pregone la cabeza de Bouckmann—dijo otro.

—Que se le envíe un aviso al gobernador de la Jamaica—dijo el tercero.

—Sí, para que nos mande otra vez el risible socorro de quinientos fusiles—respondió un diputado de la provincial—. Lo mejor será enviar una consulta a Francia y aguardar la respuesta.

—¡Aguardar!, ¡aguardar!—prorrumpió M. De Rouvray con energía—. Y los negros, ¿aguardarán? Y la llama, tan vecina, que va a devorar a la ciudad, ¿aguardará también? M. De Touzard, mande usted tocar generala; agarre artillería y salga con sus granaderos y cazadores contra el grueso de los rebeldes. Usted, señor gobernador, establezca campamentos en todas las parroquias de Levante y guardias de observación en Trou y en Vallieres, y yo me encargo de las vegas del castillo del Delfín. Dirigiré los trabajos; mi abuelo, que era maestre de campo del regimiento de Normandía, ha servido a las órdenes del señor mariscal de Vauban; yo he estudiado a Folard y Bezont, y tengo un poco de práctica en defender un país abierto. Además, como las vegas del fuerte del Delfín, rodeadas casi por el mar y las fronteras españolas, parecen una península, se defenderán en cierta manera por sí solas. Igual ventaja presenta la península del Muelle. En fin, aprovechémonos de todo, y manos a la obra.