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V. Blasco Ibáñez

terror durante las veladas. Al lado opuesto la inmensa llanura de los arrozales, perdiéndose en el horizonte por la parte de Sollana y Sueca, confundiéndose con las lejanas montañas. Al frente los carrizales é isletas que ocultaban el lago libre, y por entre los cuales deslizábase la barca, hundiendo con la proa las plantas acuáticas, rozando su vela con las cañas que avanzaban de las orillas. Marañas de hierbas obscuras y gelatinosas como viscosos tentáculos subían hasta la superficie, enredándose en la percha del barquero, y la vista sondeaba inútilmente la vegetación sombría é infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro. Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí difícilmente saldría.

Un rebaño de toros pastaba en la playa de juncos y charcas lindante con la Dehesa. Algunos de ellos habían pasado á nado á las islas inmediatas, y hundidos en el fango hasta el vientre rumiaban entre los carrizales, moviendo con fuerte chapoteo sus pesadas patas. Eran unos animales grandes, sucios, con el lomo cubierto de costras, los cuernos enormes y el hocico siempre babeante. Miraban fieramente la cargada barca que se deslizaba entre ellos, y al mover su cabeza esparcían en torno una nube de gruesos mosquitos que volvía á caer sobre el rizado testuz.

Á poca distancia, en un ribazo que no era más que una estrecha lengua de barro entre dos aguas, vieron los de la barca un hombre en cuclillas. Los del Palmar le conocieron.

¡Es Sangonera!—gritaron—. ¡El borracho Sangonera!

Y agitando sus sombreros, le preguntaban á