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V. Blasco Ibáñez

gentes que volvían de sus campos, de pie en los barquichuelos negros, pequeñísimos, con la borda casi á ras del agua. Estos esquifes eran los caballos de la Albufera. Desde la niñez, todos los nacidos en aquella tribu lacustre aprendían á manejarlos. Eran indispensables para trabajar en el campo, para ir á la casa del vecino, para ganarse la vida. Tan pronto pasaba por el canal un niño, como una mujer, ó un viejo, todos moviendo la percha con ligereza, apoyándola en el fondo fangoso para hacer resbalar sobre las aguas muertas el zapato que les servía de embarcación.

En las acequias inmediatas se deslizaban otros barquitos, invisibles tras los ribazos, y por encima de las malezas avanzaban los bateleros con el tronco inmóvil, corriendo á impulsos de sus puños.

De vez en cuando los del correo veían abrirse en los ribazos anchas brechas, por las que se esparcían sin ruido ni movimiento las aguas del canal, durmiendo bajo una capa de verdura viscosa y flotante. Suspendidas de estacas cerraban estas entradas las redes para las anguilas. Al aproximarse la barca, saltaban de las tierras de arroz ratas enormes, desapareciendo en el barro de las acequias.

Los que antes se habían enardecido con venatorio entusiasmo ante los pájaros del lago, sentían renacer su furia viendo las ratas de los canales. ¡Qué buen escopetazo! ¡Magnífica cena para la noche!...

La gente de tierra adentro escupía con expresión de asco, entre las risas y protestas de los de la Albufera. ¡Un bocado delicioso! ¿Cómo podían