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SANTIAGO CALZADILLA

recer sus ilusiones adormecidas en Vida apacible y pura, con un amor que le permita concebir el infinito. . . Dios. . . la eterna felicidad!. . .

Es la juventud que habla por el eco de un idealismo sublime, cuya misteriosa consagración ávido espera, con la conciencia de que el tiempo no ha transcurrido para él, porque siente henchido su corazón del fuego sagrado que lo abrió a las nobles pasiones de los veinte años.

Esta perpetuidad de la juventud por el amor puro; esta especie de transfiguración a impulses de ese soplo divino que hace vibrar todas las ilusiones del pasado como arpegios que por primera vez levantan al alma, es tan remota como la generosidad de la primera mujor que cedió al amor de uno de esos corazones sanos.

Pertenece a la mitología de los griegos, quienes parece la hubiesen escrito en la puerta de su Olimpo para realzar Ia gracia de sus dioses. Ellos hacían decir a sus primeros poetas que “el amor tiene las riendas del imperio del mundo.” Y por los romanos puso Virgilio en boca de Anquises, a los pies de Venus, estas dulces palabras:

“¡O quam memorem. Virgo; namque hauc tii vultus mortalis, nec vox hominem sonat. . ."

Y después. . . después el recuerdo, que acornpaña en las horas leves, en las noches últimas, como armonías gratísimas que iluminan el más allá de la Vida donde vibrarán eternamente!. . .

Es entonces cuando recién se siente Ia fruicién del recuerdo de la antigua llama. El dulce San Agustin llora en sus confesiones ante el Agnosco veteris vestigia flammæ de la infortunada reina de Cartago. Y yo he visto llorar a Sarmiento cuando leía la desesperación amorosa de Dido ante la partida de su inexorable Eneas.