el saludable esfuerzo al retener, por el sentimiento de potencia al evocar.
Un peligro merece ser indicado: Como a todo peligro, origínalo una belleza: es la eufonía. ¿Quién no ha experimentado "la embriaguez de la palabra"? Cautivándonos con su armonía, es inmenso el poder evocador del idioma. Desde niños sucumbimos a él cuando, forzados por la rima y el metro, componemos esas estrorfas pueriles que no encierran más que sonidos rítmicamente semejantes, a cuyo compás se juega mejor. El recitarlas, canturrearlas o inventarlas constituye una de las formas típicas de la actividad infantil. No se trata de exteriorizar un estado emotivo como pretende Senet[1], sino de gozar con la rima que acompasa a intensificar el juego. La adquisición prematura de la palabra, aún no comprendida como abstracción, embriaga al niño por medio de la belleza fonética. Exteríorizando esa embriaguez, al perseguir una sensación auditiva agradable, se aumenta el placer de jugar: la sensación fonética originaria acaba por provocar y acentuar un estado emotivo.
Idéntica "embriaguez de la palabra" embarga, a veces, al que trata de dar forma sensible al pensar y sobre todo al sentir[2]. El medio de expresión domina de pronto y se convierte en fin. Ya no es el concepto, sino la belleza formal lo que incita a producir. Los grandes líricos han dejado páginas be-