Visitaba en Bicêtre la sección de niños anormales. Después de recorrerla toda, pasadas horas de horas entre esos pobres miserables seres, llegué a la enfermería. Miraba a un infeliz que, atado como un perro rabioso, al caño de la estufa, daba vueltas y vueltas gruñendo y babeando, cuando un gritito jubiloso, un "¡Mamán!" lleno de amorosa alegría me hizo volver: de pie sobre la cunita, rubio y rosado, los rulos ocultando, a medias la cara sonriente, los bracitos tendidos hacia mí, un niño de dos años me llamaba.
— ¡Pero ese no es un anormal! — dije, sorprendido, al médico que me acompanaba.
Vacilante al principio, trémulo de indignación después, me refirió el hecho: el niño, hijo de madre soltera, había sido criado como una bestezuela por campesinos bretones que no le enseñaron a hablar ni a caminar, que le dieron sobras de no importa qué, desde que el pequeño pudo devorarlas. Así ingresé al servicio de Anormales de Bicêtre, el vientre hinchado, las piernecitas débiles y flácidas, sin saber dar un paso, sin hablar palabra. En tres meses, alimentado humanamente, revivió.