— como, desgraciadamente, es el caso en nuestra Argentina — esa clase colocada a mayor altura sirve tan sólo para difundir, aumentados, sus defectos.
El oro de la tierra es corruptor cuando no se alía al oro del espíritu. Como todo lo que corrompe, ataca con más fuerza lo más débil. De ahí que la mujer de nuestras clases elevadas sea, en inmensa mayoría, ese maniquí adornado para quien la vida tiene una sola finalidad: el exhibirse.
La educación que debió armarla para la lucha, la incapacitó para la defensa. Apenas nacida, su propio oro, en forma de modas y de prejuicios, la separó de la madre, alimentándola con leche mercenaria, sobornando caricias y juegos, sirviéndole mentidas adulaciones, ulcerándola con reales dolores. Del regazo del ama pasó a los brazos de la niñera y de los cuidados del aya a la autoridad de la institutriz, elegidas todas entre extranjeras, mal vigiladas, que, no comprendiéndola, la aíslan cada vez más.
Hasta que la edad le permitió ingresar en una escuela de lujo, no recibió la atención solícita y continua de la que la trajo a la vida; no supo lo que era cariño sencillo y natural de la familia.
El oro la privó de la madre, de esa propiedad cuyo goce nos quita el derecho de quejarnos después por adversa que nos sea la suerte ; el oro la privó de una educación exenta de prejuicios sociales y religiosos.
Para dar a esa vida un objetivo, por falso que