para enjugar las lágrimas de esa madre, para acallar los gritos de su alma? Llorar con ella y confesar que el título de hija y de amiga predilecta, no eran sino nombres vanos para el que nació tigre y morirá lo mismo. Hay en esa lucha el deseo vehemente, de esa naturaleza sensible y delicada, con la imposibilidad de obtener el perdón de tanta víctima inocente, más pesar que en el sufrimiento de una desgracia directa, porque a ese pesar se reúne la vergüenza de no poder poner remedio a los sufrimientos de los desgraciados, el desengaño de que se debe la existencia a un hombre sin entrañas, y de que toda esa farsa de poder y de consideraciones de que se le hace rodear, no era sino demostración mentida del miedo que a todos había tocado, y de la hipocresía de los infames que especulaban con semejante orden de cosas. ¡Oh! Sin duda, los gemidos de las madres han tenido un eco en el pecho de esa pobre mujer, y ese eco, como todo gemido, como todo grito de dolor, ha pasado inapercibido de Rosas. Pero la Providencia, puso a su lado a la que sufría lo mismo que él hacía sufrir a los demás, la única por quien él habría querido no existiesen dolores en la vida y que, ignorante y torpe despedazaba horriblemente.
No se crea que Manuela por la afección hacia su padre, ni por la influencia del círculo que la rodeaba, pudo encontrar justos ni necesarios los crímenes con que el tirano se manchó, ni el empleo de esos medios atroces con que pudo conservar el puesto que la voluntad ilustrada de sus conciudadanos le rehusaba: no; no hay un solo hecho en la larga historia de las desgracias patrias, que pueda ser atribuído a la influencia de esa mujer. Y todos lo sabemos: Manuela era el único amor conocido de ese monstruo, por Manuela obtuvo triunfos increíbles en la diplomacia y en sus relaciones con los ministros extranjeros, por ella tiene el vínculo de una familia, por ella