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Este insignificante detalle que para otro habría pasado inadvertido, es una de las imágenes más originales del libro; trae a la mente un mundo de evocaciones. Tanta naturalidad, tanta sencillez son los verdaderos encantos de la poesía. ¡Seguro estoy que Juan Ramón Jiménez, Herrera, Reyssig o Max Jara no la rechazarían de su colección.

Esas tardes de invierno, monótonas con un algo extraño que hastían de la vida hasta el suicidio, no han pasado indiferentes para nuestro joven poeta que las ha cantado en unas estrofas llenas de amargor y pesimismo que nos dá la exacta sensación de esos días odiosos, lentos y aburridores.

«Los frescos ilusorios» dedicados a Ramón Pérez de Ayala traen pinceladas muy reales y curiosas, por ejemplo aquella parte del «Amanecer poblano:

«Por una gran pendiente se resbaló la noche» y aquel terceto con un colorido que iguala a los versos de Luis Carlos López:

«Curvando el cuerpo un niño se restrega los ojos
con su pañuelo el cura asea los anteojos
y sepulta una mano en su eterno bolsillo.»

El poeta ama como Virgilio la vida del campo, las verdes praderas, los trigos maduros, el alma de los paisajes crepusculares, las campanadas que se caen sobre el llano, el reidor canturreo de las cristalinas aguas y le agrada contemplar de lejos las carretas que se pegan en los pantanos del camino, a las golondrinas que sin inquietudes vuelan bajo el diáfano cielo azul y sobre los verdegueantes potreros donde pastan los animales gravemente.

Completan la colección dos composiciones, una de las cuales se titula «El dolor del paisaje nocturno», donde encontramos bellas estrofas, y otra con