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No hay nada más triste, sucio y amargo que la miseria.

Una tras otra se han ido al Monte de Pie- dad mis alhajas, la máquina de coser rega- lo de bodas de mi madre, mi ropa mejor y la vajilla. Ahora mi marido quiere vender los muebles.

Que venda, que lo venda todo. Ya sé que hasta vendería mi cuerpo, pero esto no, al menos por ahora. Tendrán que triturarme bastante aún. Pero siento que esto empieza.

Hoy he comido casi de milagro. Mi marido hace dos días que falta de casa.

La tarde estaba fría, lloviznosa y sin luz. Me quedé leyendo en la cama, hasta las tres.

Hubiera seguido hasta la noche, hasta siem- pre, pero el desaliño de la habitación, el pol- vo de los muebles, el desaseo del piso me em- pujaron desesperadamente hacia la calle.

No tenía deseos de trabajar. Es que estoy rota, vencida, sin voluntad y sin fuerzas.

El cuarto de mi amigo tiene cierto confort. Además su voz es cordial y reconozco que me tiene algún afecto. Fuí hasta su casa ca- minando, bajo la lluvia menuda como nebli- na.

Cuatro horas me estuve allí en estado de ausencia. Al salir, ya juntu a la puerta de