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Yo escuchaba el murmullo de las hojas
que movía la brisa de la siesta
y hasta se me antojaba que la fronda
aplaudía el capricho de la nena.
¡Qué buenas son las plantas! me decía
y dejábame guiar por la pequeña
sin poder sospechar, oh tuna mala,
que tu saña aguardándome estuviera.
Pasamos junto a ti; sin advertirlo
te rocé y de tus pencas la más gruesa
asestando en mi frente un fuerte golpe
la cara me dejó de espinas llena.
Tuna! Si alguien caer hubiera visto
sobre el rostro indefenso de la ciega
esa vara cual látigo de fuego...
con qué odio y rencor te maldijera!