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Como Ministro de Salubridad Púbica, y contra la opinión del Fiscal de la Beneficencia de esa época, organicé el primer sindicato de los trabajadores de la Salud. Eran los viejos tiempos; no había jornadas de ocho horas. La inmensa mayoría del personal de Servicio vivía en el hospital. Diferencias de salario, de trato, de comida, de alojamiento, de descanso. Todo eso desapareció en una circular trascendente que firmara, como Director de Beneficencia, uno de los espíritus más amplios que he conocido, un profesor de gran prestancia: Javier Castro.

Con él empezó a cambiar la vida, el trabajo, en los hospitales de Chile. Y también empezó a cambiar el sentido de lo que es el hospital, o sea, una empresa destinada a preservar lo que más vale: el capital humano. Pero, no sólo parir curar a los que obligadamente traspasan sus puertas sino que para atender la salud de la comunidad, haciendo entender a todos los que aquí trabajan o en los distintos establecimientos de atención médica, la interrelación fundamental que existe entre la salud, el proceso económico y el desarrollo de un país, al analizar lo que representa la hora y las horas y las miles de horas que no se trabaja por enfermedad.

A pesar, profundamente, lo que representa la permanencia de un enfermo en la sala de un hospital, con un costo diario que debe alcanzar hoy a 180 escudos, por cama. Al comprender, entonces, que muchas y muchas veces —sobre todo los niños— el esfuerzo de los médicos, las enfermeras, del personal auxiliar se quiebra cuando el muchachito o el niño recuperado en el establecimiento la salud y vuelve al medio hostil de su casa, sin agua, sin alcantarillado, con alimentación insuficiente.

Pero, más que nada y es importante señalarlo a pesar de plantear estos aspectos diferentes a la concepción tradicional que caracterizó nuestra medicina, nunca —y por suerte— se perdió el sentido humano que ella debe tener. Son los trabajadores de la Salud

SIGUE.-