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bahía blanca

mas, boca abajo y comiendo las hojas. Sin embargo, es una idea atrevida, por no decir absurda, la de suponer árboles, aunque sean antediluvianos, con ramas bastante fuertes para sostener animales tan corpulentos como elefantes. El profesor Owen, con mucha mayor probabilidad, cree que en vez de trepar a los árboles doblaban hacia abajo las ramas y arrancaban las más débiles, alimentándose así de las hojas. La anchura desmesurada y peso enorme de sus cuartos traseros, que apenas puede imaginarse sin haberlo visto, resultan útiles, según este modo de ver, en vez de ser un estorbo; su aparente monstruosidad desaparece. Con sus grandes colas y enormes pies firmemente asentados en tierra, como un trípode, podían desarrollar libremente toda la fuerza de sus potentísimos brazos y grandes uñas. ¡Robustas raíces necesitaban, por cierto, los árboles capaces de resistir tal tracción! El Mylodon, además, estaba provisto de una larga lengua prolongable, como la de la jirafa, la cual, por una de esas hermosas previsiones de la Naturaleza o con ayuda de su largo cuello, alcanzaba la alimentación foliar. Creo del caso advertir que, en Abisinia, el elefante, según Bruce, cuando no puede llegar con la trompa a las ramas, excava con los colmillos el tronco del árbol, arriba y abajo y todo alrededor, hasta que le deja bastante debilitado para derribarlo.

Los depósitos en que se incluyen los restos fósiles antes mencionados se hallan solamente a cuatro metros y medio a seis sobre el nivel de la pleamar, y de aquí que la elevación del país haya sido pequeña (prescindiendo de que haya habido un período intercalado de sumersión o descenso, que no hay razón para suponer), puesto que los grandes cuadrúpedos vagaban por las llanuras circunvecinas y los caracteres externos del país debieron de ser entonces casi los mismos que hoy. ¿Cuál fué—cabe preguntar—el carácter de la ve-