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cap.
darwin: viaje del «beagle»

menuda grava, como si fueran bolas de mosquete, y taladraron los cristales de las ventanas con agujeros redondos sin romperlos.

Después de terminar nuestra comida, que se preparó con carne de animales muertos por el pedrisco, cruzamos la Sierra Tapalguen, una pequeña cadena de colinas de unos cien metros de altura, que comienza en Cabo Corrientes. La roca en esta parte es cuarzo puro; más al Este tengo entendido que es granítica. Las montañas presentan una forma singular: se componen de pequeñas mesetas rodeadas de paredones perpendiculares que parecen ser estratos salientes de un depósito sedimentario. La eminencia a que subí era muy pequeña, pues su diámetro no pasaba de 200 metros, pero vi otras mayores. Una, llamada El Corral, tiene, según dicen, de tres a cinco kilómetros de diámetro y está rodeada de cantiles perpendiculares, cuya altura es de nueve a 12 metros, excepto en un sitio donde se halla la entrada. Falconer [1] nos presenta en un curioso relato a los indios conduciendo tropas de caballos salvajes, a los que forzaban a penetrar en ese recinto para guardarlos con seguridad. No he oído jamás que exista otra meseta semejante en una formación de cuarzo, y el que yo examiné en lo alto de una eminencia de esas no presentaba hendeduras ni estratificación. Me dijeron que la roca de El Corral era blanca y servía para dar chispas con el eslabón.

No llegamos a la posta establecida en el río Tapalguen hasta después de obscurecer. Mientras cenábamos llegó a mis oídos algo que me hizo estremecer de horror, creyendo estar comiendo uno de los platos favoritos del país, es decir, un feto de vaca a medio formar, muy anterior a la época del parto. Al cabo resultó ser puma, cuya carne, muy blanca, se parece mucho en el gusto a la de ternera. Algunos incrédulos se han


  1. Falconer, Patagonia, pág. 70.