CAPÍTULO III
5 de julio de 1832.—Por la mañana levamos anclas y salimos del abra espléndida de Río de Janeiro. En nuestra travesía a La Plata no vimos nada de particular, excepto un día que tropezamos con un banco de marsopas [1] de muchos centenares de individuos. Todo el mar aparecía surcado por ellas de trecho en trecho, y el espectáculo más extraordinario fué cuando varios cientos avanzando juntas, a saltos, en que dejaban ver enteramente el cuerpo, cortaban el agua. Cuando el barco navegaba a razón de nueve nudos por hora estos animales podían cruzar y recruzar por delante de la proa con la mayor facilidad y luego se deslizaban como flechas en la dirección de la ruta, dejándole atrás. Tan pronto como entramos en el estuario de La Plata el tiempo se puso muy revuelto. Una noche obscura nos vimos rodeados de numerosas focas y pingüinos, que hicieron el ruido más extraño imaginable, en
- ↑ Cetáceos del género Phocæna, afines al delfín.—Nota de la edic. española.