les descendiendo; aparecían tan diminutos porque sólo podíamos compararlos con las masas enormes de las montañas peladas. Cuando distábamos poco de la cima, el viento, como sucede de ordinario, era impetuoso y extremadamente frío. En ambos lados de la sierra tuvimos que pasar por anchas bandas de nieves perpetuas, que no tardaron en cubrirse de una nueva capa. Luego que hubimos llegado a la cresta, volvimos la vista atrás, y contemplamos un panorama de lo más grandioso. La atmósfera clara y resplandeciente; el cielo intensamente azul; los profundos valles; las bravías quebradas; los montones de ruinas acumuladas por el transcurso de las edades; las rocas de vivos colores, que contrastaban con las blancas montañas de nieve, todo ello formaba un conjunto imposible de describir. Ni planta ni ave, fuera de algunos cóndores, que volaban trazando círculos alrededor de los picos más altos, distrajeron mi atención, absorta en las masas inanimadas. Me alegré de estar solo; la impresión causada en el ánimo se parecía a la de una grandiosa y terrible tempestad, o a la de toda la orquesta en un coro del Mesías.
En varias extensiones cubiertas de nieve hallé el Protococcus nivalis o nieverroja, tan bien conocido por los relatos de los navegantes árticos. Me hizo fijar la atención en él cierto tinte rojizo que noté en las huellas de las mulas, que parecían sangrar ligeramente por los cascos. En un principio creí que la coloración se debía al polvo de pórfido rojo traído por el viento desde las montañas vecinas, porque, a causa del poder amplificador de los cristales de nieve, los grupos de esas plantas microscópicas aparecían como partículas bastas. La nieve no estaba coloreada mas que donde se había fundido con mucha rapidez o donde accidentalmente había sido machacada. Frotando un papel con un poco de ella dió una débil tinta rosa mezclada con ocre. Después raspé algo de esa subs-