la simpatía, que imprime la primera tendencia á las buenas acciones. Los hábitos seguidos durante muchas generaciones, se encaminan á convertirse en hereditarios.
Hay todavía otro estímulo más poderoso para el desarrollo de las virtudes sociales: el aplauso y la censura de nuestros semejantes. El amor al elogio ó el temor del vituperio, débanse primitivamente al instinto de la simpatía, el cual se ha adquirido sin duda, como todos los demás instintos sociales, por seleccion natural. Excusado es decir que no podemos saber en qué período del desarrollo de los antecesores del hombre, han llegado estos á ser capaces del sentimiento que les hace anhelar el elogio ó temer la censura de sus semejantes. Sin embargo, los perros mismos son sensibles al estímulo; al elogio ó á la reprobacion. Los salvajes más groseros experimentan el sentimiento de la gloria, como lo prueba evidentemente la importancia que conceden á la conservacion de los trofeos, frutos de sus proezas, su jactancia extremada, y los excesivos cuidados que se toman para adornar y embellecer, á su modo, su cuerpo: tales costumbres no tendrian razon de ser si no hiciesen caso alguno de la opinion de sus camaradas.
Es de suponer que, ya en una época muy remota, el hombre primitivo podia sentir la influencia del elogio y de la reprobacion de sus semejantes, y que los miembros de la misma tribu aprobaran toda conducta que les pareciese favorable al bien general, y probasen la que le perjudicase. Hacer el bien á los demás—hacer con los otros lo que quieras que te hagan ellos—es la piedra fundamental del edificio de la moral. Es imposible amenguar la importancia que el amor al elogio y el miedo á la reprobacion han debido tener, aun en tiempos muy atrasados. El hombre á quien un sentimiento profundo é ins-