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256 ISONDÚ


83.

La quemazón.

Corría el Ubajay siguiendo las caprichosas curvas del manso raudal que al pronto estrechaba la orla de los carrizales ribereñs para rebasar una altura, y rodaba luego en una hondonada de playas arenosas.

El sarandí y la paja brava cedían allí puesto al cama- lote que expandía sobre el agua tranquila sus embalsados de hojas pulposas y lucientes, rematadas por vistosos racimos de flores, en que el blanco, el azul y el morado se fundían en una suave gradación de colores hasta teñir toda la corriente con esos vagos tintes violáceos de que se cubren los arroyos de aquella incomparable región, en la hora crepuscular.

El sol, ya casi en el ocaso, filtraba a través de los ramajes largas flechas de luz, salpicando el obscuro matiz de las hierbas con lentejuelas de oro. Y en los claros de los remansos el agua cabrilleaba herida por el sol y hacía chispear el pavonado lomo de una bandada de biguaes que bogaba lentamente. En lo más alto de la barranca, una garza solitaria, inmóvil, como petrificada mirando la corriente, parecía dormitar. Más allá, un ave enlu- tada se oculta en los juncales al sentir las pisadas de un casal de carpinchos que avanzan retozando sobre el blanco arenal.

El ave medrosa lanza de improviso un grito quejum- broso, y en el ambiente tranquilo de la tarde se extingue